Debido a cuestiones académicas, aunque también intelectuales y personales, he tenido que reflexionar hace poco sobre estos tres conceptos y su inter-relación dentro del tejido vital y experiencial de cada individuo. Curiosamente, la entrada anterior a ésta, que quizás resulta un poco críptica, ayudó mucho en el planteamiento de las cuestiones que trataremos a continuación.
Estos tres conceptos siempre han mantenido una conexión sinérgica,
dada la realidad de que los dos posteriores forman parte del primero,
siendo en la mayoría de los casos la base de la misma. La familia, a
lo largo de la historia, ha constituido el elemento nuclear de la
sociedad, en cuyo seno se ha educado a sus miembros en mayor o menor
medida. Más allá de la propia educación, la familia constituía
también una persona jurídica; esto es, una entidad con nombre
propio dentro de la sociedad. Esta entidad jurídica ha definido a lo
largo del tiempo a los sujetos dentro de la sociedad, o al menos así
ha sido hasta la llegada de los medios de comunicación de masas. Por
tanto, estamos hablando también de identidad, de aquélla que
proporciona la unión social de tipo familiar.
El hecho de que la familia forme parte de la identidad del
individuo, en tanto en cuanto es su grupo primigenio de pertenencia,
conlleva una educación concreta del individuo. El aprendizaje, para
nosotros, comienza ya desde el mismo nacimiento, y en él intervienen
no sólo los progenitores, sino toda aquélla persona que le rodea.
Además, tenemos todos los estímulos que provienen del contexto, y
que van más allá de la microestructura familiar, ya que estamos
hablando de influencias a través del tiempo. Y es precisamente la
sociedad la que proporciona estas influencias y estímulos,
retroalimentándose de los procesos que genera dentro de un eje
cronológico y un marco estructural.
No obstante, en las cuestiones que nos ocupan, que tienen que ver
principalmente con la educación y las posibles retroalimentaciones
existentes entre los tres conceptos, hemos de focalizar nuestra
atención hacia la educación denominada como secundaria. Dejando a
un lado, al menos en inicio, las teorías conductistas y
constructivistas del individuo desde sus primeros estadios, debemos
resaltar las realidades más funcionales e inmediatas en lo que
respecta al proceso educativo.
Mediante una simplificación, realizada como ayuda a la posibilidad
de postrer comprensión y construcción teorética, intentaremos dar
unas pinceladas a este complejo puzzle que se abre ante cualquier
individuo integrado en una sociedad: el drama de la educación. Hemos
elegido esta palabra de forma totalmente deliberada, ya que queremos
hablar de algo real y conmovedor, y a la vez tenso, pasional y
conflictivo. Para nosotros, la educación es un proceso que contiene
todas estas características debido a su extensión cronológica y a
la inherente sensibilidad del individuo y del proceso en sí, por ser
algo personal, a las incidencias externas.
Para algunos pensadores, la educación no aparece hasta que no se
concibe la libertad individual. Ilustración y secularización, dos
conceptos profundamente enlazados, tienen en esta teoría un papel
fundamental y único. El siglo XVIII vio la cultura como una cuestión
individual y universal, deseando su extensión más allá de las
capas acomodadas, las cuáles eran consideradas como las únicas con
posibilidades de acceso a la misma. Aquí, como veremos más
adelante, tenemos el primer problema, siendo éste de raigambre
conceptual. Rousseau, Ficthe, Pestalozzi, Bentham o James Mill, entre
otros, realizaron importantes aportaciones teóricas a la educación
que, en muchos casos, han permanecido hasta hoy en día. La educación
obligatoria no tardó mucho en llegar, aunque sí en prosperar, para
acabar sirviendo a fines políticos de unidad, como es el caso de
Francia, bien plasmado en la obra de Eugine Weber. Y es en este punto
donde nos enfrentamos al segundo problema basamental de la educación
tal y como está concebida, y del cuál parten, con seguridad,
cualquier otro que podamos imaginar.
Las teorías cientifistas y del progreso que aparecieron sobre todo
en el siglo XIX, pero que beben de sus inmediatos antecesores,
conformaron una idea utilitarista de la cultura, resemantizando este
concepto para destruir la parte de plenitud que había poseído de
manera tradicional. La cultura se asimiló al papel, a la letra
impresa. Curiosamente, los ilustrados, que pretendían destruir lo
que ellos percibían como un Antiguo Régimen fundamentado en la
tiranía soberana de la minoría, basada en dogmas históricos que
provenían de la letra que ellos consideraban injusta, y que había
sido enriquecida durante los siglos pasados; acabaron utilizando la
misma metodología. La presumida ruptura revolucionaria no se
produjo, precisamente debido a una cuestión cultural a la que muchos
intentaban renunciar sin éxito: sus raices cristianas. El
Cristianismo, desde un punto de vista teológico, asentaría en las
mentes de los hombres unos valores concretos que, si bien en muchos
casos no se veían plasmados con escrupulosa literalidad en el mundo,
como demostraron las revueltas religiosas constantes en Europa durante
toda la Edad Media y Moderna, sí había logrado una aculturación a
través de una teoría puntera: la Trinidad. Someramente, esta idea
que a muchos se les antoja tan compleja, y que parte de una división
conceptual simple en inicio, logró durante siglos amueblar las
mentes y las costumbres de los hombres, logrando que los más
pudientes, por razones sociales, tuviesen la capacidad de desarrollar las diferentes
teorías que alumbraron el mal llamado Siglo de las Luces. En base y
en inicio, la Trinidad solamente representa la capacidad para
entender la realidad de Dios, al ser éste Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Estas tres figuras representan el Cielo, la Tierra y la Unión
entre ambos, siendo Dios, Hombre y Mensaje. Esta dialéctica, que es
la base más fundamental de la cultural occidental, fue y es
imposible de romper, ya que es parte de nuestra propia esencia, que
va más allá de avatares históricos y volitivos.
La Ilustración no pudo romper con la dialéctica que le había dado
las herramientas para crear y mantener lo que se denominaría como
progreso, así que la asimiló y la consideró suya. La Letra fue
resemantizada, pero se mantuvo su carácter sacro. La idea de que
dentro de los libros se puede encontrar cultura es muy anterior a la
Ilustración, y tiene que ver de manera directa con La Biblia, al ser
ésta la obra donde se recogen los fundamentos de un mensaje que
tiene como fin la comprensión y el entendimiento del ser en su
esencia más primigenia. La literatura, hija directa de las
Escrituras, ha conservado a través del tiempo el valor otorgada a
ésta. Mediante la Ilustración y su supuesta e interesada ruptura
con el pasado se pretendió desligar y destruir este parentesco,
buscando una especie de nuevo comienzo al intentar aislar la base de
nuestra cultura de lo que se denominó como cultura. Palabra escrita
e Ilustración mantienen esta relación tan profunda, que va hasta la
propia semántica, lo cuál roza con la ironía más intensa, ya que
tenía la pretensión, mediante la resemantización conceptual, de
destruir la ligazón existente entre La Biblia y la ilustración,
entendida ésta de forma literal, para crear otro vínculo similar
entre la palabra secular y la Ilustración, entendida también de
forma literal pero sacralizada. Dicho de forma pueril, la Ilustración
solamente trasladó las mayúsculas de una palabra a otra, de un
concepto a otro.
Esta idea, que se ha mantenido a través del tiempo, convirtió al
Libro en libro y a los libros en Libros. De éstos partiría entonces
toda cultura de manera monolítica, e irónica si se nos permite, en
un proceso que iría socialmente de arriba a abajo, inundando
presuntamente todas las capas de la sociedad. No creemos tener que
repetir la similitud con lo que se percibe como dialéctica cristiana
en este proceso, aunque sí la realidad de que siempre fue algo más
allá de esto, al ser parte de algo más trascendente que la propia
existencia. Esta idea de trascendencia lleva al cristianismo a buscar
lo que podríamos llamar como educación o cultura en cuestiones que
van más allá de la palabra escrita. Y, curiosamente, la Ilustración
no pudo plasmarlo de forma exacta hasta los pensadores anarquistas y
el propio Marx, allá por el siglo XIX.
Esa equivalencia de literatura y cultura, perversión del mensaje y
dialéctica cristianas, se ha mantenido hasta el día de hoy,
provocando a su paso una gran cantidad de frustraciones y problemas a
nivel individual y social, agravados cada vez más por las
telecomunicaciones y la instantaneidad de los procesos vitales. Y he
aquí donde se fusiona lo que hemos identificado como primer problema
con el segundo: la proyección política de la educación. Realmente
no creemos tener que explicar demasiado este punto, máxime cuando ya
hemos hablado de la autofrustrada resemantización conceptual
ilustrada, que tuvo que reconducirse hacia la construcción de
ideales políticos que lograsen crear el Cielo en la Tierra.
Estas dos cuestiones afectan de tal forma a la sociedad y al
individuo que la educación se ha convertido en una parte compleja y,
en muchos casos, destructiva a nivel individual y experiencial. Lo ha
hecho hasta tal punto que solamente ahora, más de dos siglos después
de la Ilustración, se ha logrado recuperar la idea de que la cultura
va más allá de la literatura, algo que el Cristianismo entendía y
compartía desde su mensaje trascendente. Dios podía estar
perfectamente en pequeños actos de amor y entrega a los demás. Sin
embargo, para la Ilustración la cultura solamente residía en los
libros. No ha sido sino a lo largo del siglo XX, y después de
enormes traumas sociales globales, que se ha llegado a la misma
conclusión, aunque, evidentemente, por otros medios y utilizando
otras herramientas, como la psicología, a la vez que se mantenían
las más antiguas, como la filosofía.
Hoy en día profesores y padres mantienen el mensaje ilustrado como
el único válido, obligados a vivir en una realidad utilitarista en
la cuál solamente lo tangible es válido, buscándose hasta la
trascendencia en ello. De este modo no resulta sorprendente ver cómo
un profesor, desde su secularizado púlpito, critica que el método
educativo se haya mantenido, grosso modo,
desde la Edad Media hasta ahora, repitiendo irónicamente el proceso
objeto de dicha crítica. Y todo ello debido a la incapacidad
cultural para comprender y aceptar los orígenes comunes de toda al
sociedad occidental. Por ello no cesa el proceso de crítica y
crisis, que ha acabado viéndose como un factor del progreso hacia lo
infinito y trascendente, y que se acaba fundamentando en la negación
impostada de la propia identidad que va más allá de la experiencia
individual, a pesar de que se nos ha obligado a integrar lo
contrario.
Como siempre, muchas gracias a mis lectores.
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