lunes, 13 de diciembre de 2010

Mitos y Leyendas: educación y trabajo

Hoy en día en nuestro país muchos titulados universitarios se ven obligados a buscar trabajos mal remunerados, no relacionados con sus estudios y/o de una cualificación mucho más baja que la que su título les otorga. Esto ha creado una seria alarma social dentro de algunos estudiantes, que ven cómo su futuro se vuelve incierto a medida que avanza el tiempo. La causa de todo esto, además de los valores culturales, se debe a la masificación de la educación.

Es a partir del siglo XVIII cuando se comienza a buscar la ampliación de la educación hacia aquéllos que no se encontraban en la cúspide del poder, careciendo de todo privilegio. El camino se antoja largo, y en él nos encontramos a figuras tan representativas e interesantes como las de Rousseau, Pestalozzi, Bentham, Stuart Mill o Fichte.

Pero, ¿por qué deseaba darse este salto? Sin duda no fue por la presión de una intelectualidad privilegiada, sino por la necesidad del Estado de modernizarse, lo que conllevaba la asunción de parcelas que antes estaban ligadas a otros tipos de poderes, como podría ser el eclesiástico. Se necesitaba crear ciudadanos y agruparlos en torno a entidades abstractas y laicas. El fortalecimiento del Estado pasaba por la completa eliminación de todo posible competidor dentro de sus fronteras, lo que significaba acabar o controlar todo sistema de poder paralelo.

Eugene Weber nos lo muestra claramente en su libro Campesinos convertidos en franceses. Nos explica cómo la educación y el servicio militar implicaron una transformación de un campesinado apegado a su aldea a auténticos franceses. Además, la educación serviría también como método de uniformización del lenguaje, despreciándose toda variante regional, así como para establecer unas pautas de comportamiento e higiene básicas. Al mismo tiempo, el Estado francés creó un himno, una bandera y unas celebraciones nacionales totalmente laicas. En la otra cara de la moneda estaría Jules Vallès, con El niño, donde se exponen todas las crueldades y maltratos que debían sufrir éstos en la escuela a manos de sus pedagogos.

En cualquier caso, la universalización de la educación no hizo más que servir a unos propósitos que venían directamente desde las más altas esferas de poder. La influencia de la cultura tradicional, o de la intención de romper con ella, crearía un marco muy diferente en toda Europa, algo que se ha mantenido hasta el día de hoy. Las diferencias son fácilmente comprobables, partiendo de los liceos francesas, las Realschulen alemanas o las universidades "de ladrillo rojo" británicas. La rápida y potente industrialización de estos países daría, además, un gran impulso a la educación especializada de las clases sociales más desfavorecidas, como los obreros y proletarios.

El caso de España es también bastante particular, existiendo un gran retraso a la hora de iniciar todos estos procesos debido a la debilidad y fragilidad de los gobiernos españoles. Ello propició que muchas de las parcelas de poder continuasen en manos ajenas al Estado, como la Iglesia o el Ejército. El efecto en la población fue contrario a lo que se logró en Francia u otros países europeos. Lo que nos describe Weber se intentó imponer en España, pero sin existir ningún tipo de capacidad real para hacerlo, en lo que se traduce, también, uno de los mayores problemas que aquejan a nuestro país: los nacionalismos periféricos.

No obstante, no deseo desviarme de mi discurso inicial. Además de ello, la falta de existencia de instituciones que realizasen una enseñanza preparatoria hacia la universidad hizo que ésta siguiese únicamente en manos de los privilegiados, y la ausencia de escuelas de enseñanza media de tipo técnico, dirigida hacia los trabajadores manuales, lograría que se instaurase en España una cultura hostil hacia este tipo de tareas. Aún así, la ausencia de estas escuelas se debe, a su vez, a la tardía y deforme industrialización del país, fruto de la existencia de gobiernos débiles y anclados en un pasado imperial que se escapaba entre los dedos.

El convulso siglo XIX y los inestables principios del XX crearon un impasse en el que todo se mantuvo igual. La llegada al poder de Franco, que heredó todos los problemas anteriores de España, agravados además por una cruenta guerra civil de tres años, no mejoró, en un principio, la situación. España seguía siendo un país marcadamente agrícola, con escasa industrialización y un sector terciario que comenzaría a crecer como consecuencia de la llegada de turistas a su territorio nacional. Los intentos de consecución de un pseudo-estado del bienestar por parte de los gobiernos franquistas de finales de los cincuenta con el fin de que a la población dejase de importarle el régimen en el que vivían sólo logró empeorar la situación.

Gracias a los gobiernos de personas provenientes del Opus Dei, los españoles conocerán por fin el ascenso social. La población de los campos se irá paulatinamente a las ciudades en busca de un mejor futuro en la prometedora empresa española. La mejora de los niveles de vida es palpable, aunque se mantienen todavía los tópicos del pasado.

La muerte de Franco, por otro lado, contribuirá a crear o potenciar sensiblemente una idea que hoy mantienen gran cantidad de españoles y la práctica totalidad de los jóvenes: la de que todo viene dado por el devenir histórico. Con esto me refiero al hecho de que Franco no fue derrocado, sino que simplemente murió, con lo que se generó una cultura que podríamos asimilar con lo que muchos denominan como "ley del mínimo esfuerzo". Los pocos que lucharon contra la dictadura se sintieron frustrados al ver que era imposible derrocarla, y los que no lo hicieron simplemente aceptaron que algún día las cosas cambiarían, que ellos debían disfrutar de su vida y dejar de preocuparse por la situación política. No existió ninguna intelectualidad que guiase a los españoles, sino una simple continuidad política en la que solamente se cambiaron las estructuras con la idea de que ese cambio lograría lo mismo que ocurrió en otros países como Portugal, donde la dictadura fue derrocada.

Con la llegada de la democracia las antiguas ideas de ascenso social son potenciadas, al liberalizarse la educación y permitir que la práctica totalidad de la población española tenga acceso a bajo precio a la educación universitaria superior. Los fantasmas del pasado siguen ahí, ya que no se ha logrado crear una industria lo suficientemente estable y fuerte como para hacer necesaria la tecnificación y diversificación de la educación a ciertos niveles, a pesar de los intentos que se han realizado con la creación de los módulos; continuando además esa demonización de los trabajos manuales. Ésto último se ve enormemente potenciado por la masificación de la educación superior, ya que se sigue pensando que la enseñanza universitaria logrará que aquéllos que la cursen puedan acceder a trabajos bien remunerados.

No estaban equivocados. O al menos no lo estaban los primeros que pudieron disfrutar de una enseñanza universitaria pública de bajo coste. El problema se dio cuando este proceso comenzó a retroalimentarse, aumentando tanto la fama de ascenso social que podían proporcionar las carreras universitarias como la negativa a asumir trabajos manuales como futuro laboral. Los hijos no deseaban tener los trabajos de sus padres, tradicionales en su mayoría, y buscaban nuevos horizontes salariales. Todo ello se suma a esa cultura que se ha impuesto tras la muerte del dictador español, que ha logrado que se asuma la dejadez como costumbre, plasmada en el denominado síndrome de Peter Pan entre los jóvenes.

Pero a pesar de ello se seguía necesitando mano de obra para trabajos manuales, sobre todo de baja cualificación, ya que la industria en España seguía aquejada de los mismos problemas que antaño. En ese momento haría entrada el inmigrante en el mundo laboral y en la sociedad española. Rápidamente se harían con los puestos de trabajo manual que no deseaban muchos españoles, con lo cuál se haría una rápida asociación entre el trabajo manual y los inmigrantes. Esta asociación ha llevado a empeorar todavía más la concepción que tienen muchos españoles sobre el trabajo manual, ya que se asocia directamente con los inmigrantes, gente considerada como fracasada e indeseable.

Esta tendencia que hacía que se valorasen cada vez más los títulos por encima de los trabajos ha llevado a un superávit de titulados universitarios y a una repulsa unánime a cualquier trabajo manual. Tanto las empresas como algunos organismos estatales han tenido que adecuar sus requisitos de selección a esta nueva realidad, pidiéndose formación adicional además de la universitaria, como idiomas o cursos. El problema es que la oferta de puestos de trabajo no se corresponden en absoluto con la demanda, muy superior, con lo cuál muchos titulados se ven obligados a asumir trabajos de baja cualificación, con la consiguiente carga de estrés que ello supone, al ver unas perspectivas vitales arruinadas por completo.

El problema en este sentido no viene generado por el hecho de que el titulado universitario, al acabar en trabajos considerados como de baja cualificación, reciba un salario menor, ya que trabajos como los de fontanero o carpintero actualmente tienen una alta remuneración, sino que se debe a que todavía perviven en el individuo ideales del pasado, que le auguraban un prometedor y brillante futuro con un título universitario debajo del brazo.

La solución no pasa por intentar seguir modelos europeos, ya que, como se ha comentado, han tenido una evolución muy diferente a la española, además de poseer una cultura de otro cuño. Se debe destruir esa enseñanza universitaria y superior accesible a todos los individuos, reservándola solamente para aquéllos que tengan las capacidades intelectuales, físicas o de otro tipo suficientes para ello, de forma que se garantice que tanto los universitarios como los trabajadores cualificados sean solamente los mejores. Aunque la transición pudiese ser traumática, los problemas de mitificación de determinados trabajos serían eliminados por simple necesidad y pragmatismo.



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sábado, 4 de diciembre de 2010

Die Rosendame

Este pasado viernes se estrenó en Madrid la representación de la célebre ópera de Richard Strauss Der Rosenkavalier. La obra es realmente magnífica, muy humana y con unos personajes que son capaces de llegar hasta el tuétano. Esta ópera, nacida de los rescoldos del podrido y degenerado romanticismo alemán de finales del siglo XIX y principios del XX, nos cuenta una historia de amor en la cuál el padrino de una boda, enviado con una rosa plateada en señal de pedida de mano por parte del pretendiente, se acaba enamorando de la novia, abandonando a su madura amante y viviendo con ella para siempre. O eso se intenta transmitir.

Algunos dirán que la ópera tiene vigencia hoy en día debido a que nos cuenta una trágica historia de amor en la cuál uno puede verse fácilmente reflejado. Probablemente sí sea una obra que tiene vigencia hoy en día, aunque por otros motivos.

La obra logró que mi mente evocara, por alguna extraña asociación de ideas, una frase que me dijeron hace unas semanas tomando un café acerca de las discusiones de pareja y las rupturas de las mismas. La frase rezaba algo parecido a esto: "No entiendo por qué la gente prefiere romper una relación por una discusión en lugar de estar un par de días sin hablarse para tranquilizarse y luego seguir con su vida". Probablemente la expresión no fuese literalmente esa, pero sí se corresponde con lo que la frase deseaba transmitir.

Antes mi respuesta para una oración de ese calibre era muy simplista y relacionada siempre con el egoísmo personal existente en una, o ambas, partes de la pareja. La realidad es que los factores a contemplar aquí son muy superiores, tanto en número como en complejidad. Se trata de un comportamiento social muy aceptado y corriente para que le hemos sido educados sin darnos cuenta. Al fin y al cabo, por mucho que uno quiera sentirse libre de sí mismo y de su construcción personal, lo cierto es que es muy difícil escapar a los influjos que emana la sociedad post-industrial.

Muchos heraldos del futuro, como Giddens o Beck, han lanzado a los cuatro vientos sus profecías basadas en el cambio sustancial que han sufrido la vida de los seres humanos en Occidente debido al avance de la tecnificación del trabajo y la expansión y desarrollo de los mercados y mecanismos financieros. Y la idea del riesgo se encuentra en el centro de la mayoría de estas prognosis.

El riesgo se ha convertido en el motor de la vida del ser humano. Algunos, como Sennett, han analizado sus implicaciones y sus influencias con el origen en los nuevos sistemas laborales; otros, como Beck, hablan de un inicio en aquéllos campos que escapan al control de los Estados. No obstante, la idea de riesgo siempre ha estado presente en la vida humana, aunque con diferentes acepciones.

Como es lógico, no realizaré ningún recorrido acerca del origen etimológico y los usos de este término, pero lo cierto es que, hoy en día, su uso y asunción se ha potenciado enormemente a pesar de que su correlación con el éxito en la vida se ha visto sustancialmente modificada. Todos conocemos frases como "no pain, no gain", que reflejan perfectamente las ideas que aún conservamos de antaño acerca del trabajo duro y su merecida recompensa.

Hoy en día no existe una recompensa tangible para el trabajo duro, ni siquiera una de carácter psíquico, ético o moral, ya que, para el ser humano, no es más que un reflejo de una recompensa material. Lejos de hablar de la exégesis de este hecho, basado para muchos teóricos en la flexibilización del trabajo, es importante que nos fijemos en el concepto en sí y en cómo lo vivimos día a día (esta expresión no es casual, ya que me refiero a la sociedad actual, en la cuál todo ha de ser inmediato y a corto plazo).

El asumir riesgos implica un cambio substancial en nuestras vidas, ya que, antes de hacerlo, solemos hacer un rápido análisis de los costes y las probabilidades de éxito. Dejando de lado que el análisis está falseado por nosotros mismos, y volviendo a la frase utilizada como ejemplo es evidente que asociamos el riesgo con una ganancia o recompensa, aunque no sea más que debido a una herencia cultural que, aunque ha perdido su validez, sigue conservando su poder en la mente humana.

Aunque pueda parecer extravagante, riesgo, cambio y recompensa son, a día de hoy, sinónimos en la mente humana a la hora de tomar decisiones vitales. Cuando se asume un riesgo se obtiene, como resultado y parte del proceso de desarrollo, un cambio, que, a su vez, es percibido por el ser humano como una recompensa. En este sentido la recompensa no es de carácter físico, aunque parte del evidente cambio tangible y físico que se sufre con la asunción de un riesgo. Se trata de un proceso mental mediante el cuál, al haber asociado riesgo y cambio a ganancia, el individuo se siente plenamente realizado cuando ha llevado a cabo un cambio substancial en su vida, como puede ser cambiar de trabajo o de pareja.

Además, se trata de un argumento que se introduce en la mente humana desde que se es niño por un simple proceso antropológico que podría resumirse en una complejización del condicionamiento básico. Culturalmente tenemos estos conceptos asociados por todas partes, formando parte de lo que Nye denominó, aunque en otros términos y para otros fines, como poder blando. Gran cantidad de películas y obras literarias nos ofrecen visiones idealizadas de la vida por muy realistas que intenten ser. En estas historias, mucho más simplificadas para los más pequeños, observamos la contraposición entre un héroe que asume una gran cantidad de riesgos y logra triunfar frente a la adversidad con villanos que prefieren utilizar la cautela y el inmovilismo como táctica. Los héroes ganan y los villanos pierden. Esa es la moraleja de siempre: el que arriesga, gana ("no pain, no gain").

Esa idealización, puesto que ya hemos comentado que nunca antes en la Historia se han encontrado tan difusa y alejadamente los conceptos de riesgo y recompensa inmediata y rentable, sienta, además, unas bases morales acerca de qué es ser "bueno" y qué es ser "malo" en el sentido de progreso vital. De este modo, el que no arriesga no progresa, y si no progresa, será un villano, un perdedor. Un análisis frío de la situación podría llevar al individuo a pensar que, por ejemplo, un trabajo fijo de funcionario sería más rentable a largo plazo que un puesto en una empresa que trabaja en bolsa. Ese análisis rara vez se lleva a cabo, y si se hace, puede que, aún así, no sea aceptado por el individuo, ya que lo único válido es aquéllo inmediato, aquéllo que pueda tocar y sentir en el mismo momento de tomar la decisión de lanzarse al vacío.

Además, aquí interfiere otro factor psicológico importante, y que, por si fuera poco, suele ser común en los referentes culturales ya mentados: la edad. Los villanos siempre suelen ser personas adultas, normalmente bastante mayores, mientras que los héroes se encuentran siempre en la flor de la juventud. Esta contraposición hace, además, que se desarrolle la idea de que la edad está directamente relacionada con la capacidad de asumir riesgos en una simple ecuación que reza que, a más edad, menos capacidad.

Pero esta asociación funciona en ambos sentidos y en diferentes dimensiones. Una persona, por tener cierta edad, puede ser considerada como inmovilista e incapaz de cambiar; pudiendo suceder también exactamente lo contrario: que alguien, por inmovilista, sea visto por la sociedad como alguien "demasiado viejo". Se trata de una especie de muerte en vida, ya que aquél que se queda sin capacidad para asumir riesgos no es considerado como una persona útil por sus semejantes.

De este modo, uno de los factores psicológicos clave en nuestras vidas es el cambio reflexivo. Es decir, enfrentado a sí mismo, ya que, aunque se logre el objetivo, una vez el riesgo ya ha sido superado, se vuelve a entrar en la etapa anterior, condenándose a una especie de "eterno retorno al inicio", y logrando que se valore aquéllo que se ha sacrificado ("pain") para obtener esa recompensa ("gain"), normalmente por encima de ésta última, al darnos cuenta realmente de lo que se ha perdido. Pero la vuelta hacia atrás se torna imposible, ya que la sociedad nos ha educado para que el asumir un riesgo signifique atravesar un punto de no retorno.

Así es mucho más sencillo comprender tanto las rupturas amorosas como cualquier otro exabrupto vital, al basar el individuo sus decisiones en un condicionamiento social mediante el cuál interpreta que el estatismo, el mantenerse en un mismo punto (o lo que parece un mismo punto) no es rentable. En este sentido, el ejemplo más claro, en relación con la frase que ha iniciado toda esta avalancha, es el de los problemas que surgen en una relación cuando la pasión inicial se morigera.


Gracias, Strauss.
Gracias, Dama de la Rosa.


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