domingo, 13 de enero de 2013

Sociedad, Familia y Educación

Debido a cuestiones académicas, aunque también intelectuales y personales, he tenido que reflexionar hace poco sobre estos tres conceptos y su inter-relación dentro del tejido vital y experiencial de cada individuo. Curiosamente, la entrada anterior a ésta, que quizás resulta un poco críptica, ayudó mucho en el planteamiento de las cuestiones que trataremos a continuación.

Estos tres conceptos siempre han mantenido una conexión sinérgica, dada la realidad de que los dos posteriores forman parte del primero, siendo en la mayoría de los casos la base de la misma. La familia, a lo largo de la historia, ha constituido el elemento nuclear de la sociedad, en cuyo seno se ha educado a sus miembros en mayor o menor medida. Más allá de la propia educación, la familia constituía también una persona jurídica; esto es, una entidad con nombre propio dentro de la sociedad. Esta entidad jurídica ha definido a lo largo del tiempo a los sujetos dentro de la sociedad, o al menos así ha sido hasta la llegada de los medios de comunicación de masas. Por tanto, estamos hablando también de identidad, de aquélla que proporciona la unión social de tipo familiar.

El hecho de que la familia forme parte de la identidad del individuo, en tanto en cuanto es su grupo primigenio de pertenencia, conlleva una educación concreta del individuo. El aprendizaje, para nosotros, comienza ya desde el mismo nacimiento, y en él intervienen no sólo los progenitores, sino toda aquélla persona que le rodea. Además, tenemos todos los estímulos que provienen del contexto, y que van más allá de la microestructura familiar, ya que estamos hablando de influencias a través del tiempo. Y es precisamente la sociedad la que proporciona estas influencias y estímulos, retroalimentándose de los procesos que genera dentro de un eje cronológico y un marco estructural.
No obstante, en las cuestiones que nos ocupan, que tienen que ver principalmente con la educación y las posibles retroalimentaciones existentes entre los tres conceptos, hemos de focalizar nuestra atención hacia la educación denominada como secundaria. Dejando a un lado, al menos en inicio, las teorías conductistas y constructivistas del individuo desde sus primeros estadios, debemos resaltar las realidades más funcionales e inmediatas en lo que respecta al proceso educativo.

Mediante una simplificación, realizada como ayuda a la posibilidad de postrer comprensión y construcción teorética, intentaremos dar unas pinceladas a este complejo puzzle que se abre ante cualquier individuo integrado en una sociedad: el drama de la educación. Hemos elegido esta palabra de forma totalmente deliberada, ya que queremos hablar de algo real y conmovedor, y a la vez tenso, pasional y conflictivo. Para nosotros, la educación es un proceso que contiene todas estas características debido a su extensión cronológica y a la inherente sensibilidad del individuo y del proceso en sí, por ser algo personal, a las incidencias externas.

Para algunos pensadores, la educación no aparece hasta que no se concibe la libertad individual. Ilustración y secularización, dos conceptos profundamente enlazados, tienen en esta teoría un papel fundamental y único. El siglo XVIII vio la cultura como una cuestión individual y universal, deseando su extensión más allá de las capas acomodadas, las cuáles eran consideradas como las únicas con posibilidades de acceso a la misma. Aquí, como veremos más adelante, tenemos el primer problema, siendo éste de raigambre conceptual. Rousseau, Ficthe, Pestalozzi, Bentham o James Mill, entre otros, realizaron importantes aportaciones teóricas a la educación que, en muchos casos, han permanecido hasta hoy en día. La educación obligatoria no tardó mucho en llegar, aunque sí en prosperar, para acabar sirviendo a fines políticos de unidad, como es el caso de Francia, bien plasmado en la obra de Eugine Weber. Y es en este punto donde nos enfrentamos al segundo problema basamental de la educación tal y como está concebida, y del cuál parten, con seguridad, cualquier otro que podamos imaginar.

 Las teorías cientifistas y del progreso que aparecieron sobre todo en el siglo XIX, pero que beben de sus inmediatos antecesores, conformaron una idea utilitarista de la cultura, resemantizando este concepto para destruir la parte de plenitud que había poseído de manera tradicional. La cultura se asimiló al papel, a la letra impresa. Curiosamente, los ilustrados, que pretendían destruir lo que ellos percibían como un Antiguo Régimen fundamentado en la tiranía soberana de la minoría, basada en dogmas históricos que provenían de la letra que ellos consideraban injusta, y que había sido enriquecida durante los siglos pasados; acabaron utilizando la misma metodología. La presumida ruptura revolucionaria no se produjo, precisamente debido a una cuestión cultural a la que muchos intentaban renunciar sin éxito: sus raices cristianas. El Cristianismo, desde un punto de vista teológico, asentaría en las mentes de los hombres unos valores concretos que, si bien en muchos casos no se veían plasmados con escrupulosa literalidad en el mundo, como demostraron las revueltas religiosas constantes en Europa durante toda la Edad Media y Moderna, sí había logrado una aculturación a través de una teoría puntera: la Trinidad. Someramente, esta idea que a muchos se les antoja tan compleja, y que parte de una división conceptual simple en inicio, logró durante siglos amueblar las mentes y las costumbres de los hombres, logrando que los más pudientes, por razones sociales, tuviesen la capacidad de desarrollar las diferentes teorías que alumbraron el mal llamado Siglo de las Luces. En base y en inicio, la Trinidad solamente representa la capacidad para entender la realidad de Dios, al ser éste Padre, Hijo y Espíritu Santo. Estas tres figuras representan el Cielo, la Tierra y la Unión entre ambos, siendo Dios, Hombre y Mensaje. Esta dialéctica, que es la base más fundamental de la cultural occidental, fue y es imposible de romper, ya que es parte de nuestra propia esencia, que va más allá de avatares históricos y volitivos.

La Ilustración no pudo romper con la dialéctica que le había dado las herramientas para crear y mantener lo que se denominaría como progreso, así que la asimiló y la consideró suya. La Letra fue resemantizada, pero se mantuvo su carácter sacro. La idea de que dentro de los libros se puede encontrar cultura es muy anterior a la Ilustración, y tiene que ver de manera directa con La Biblia, al ser ésta la obra donde se recogen los fundamentos de un mensaje que tiene como fin la comprensión y el entendimiento del ser en su esencia más primigenia. La literatura, hija directa de las Escrituras, ha conservado a través del tiempo el valor otorgada a ésta. Mediante la Ilustración y su supuesta e interesada ruptura con el pasado se pretendió desligar y destruir este parentesco, buscando una especie de nuevo comienzo al intentar aislar la base de nuestra cultura de lo que se denominó como cultura. Palabra escrita e Ilustración mantienen esta relación tan profunda, que va hasta la propia semántica, lo cuál roza con la ironía más intensa, ya que tenía la pretensión, mediante la resemantización conceptual, de destruir la ligazón existente entre La Biblia y la ilustración, entendida ésta de forma literal, para crear otro vínculo similar entre la palabra secular y la Ilustración, entendida también de forma literal pero sacralizada. Dicho de forma pueril, la Ilustración solamente trasladó las mayúsculas de una palabra a otra, de un concepto a otro.

Esta idea, que se ha mantenido a través del tiempo, convirtió al Libro en libro y a los libros en Libros. De éstos partiría entonces toda cultura de manera monolítica, e irónica si se nos permite, en un proceso que iría socialmente de arriba a abajo, inundando presuntamente todas las capas de la sociedad. No creemos tener que repetir la similitud con lo que se percibe como dialéctica cristiana en este proceso, aunque sí la realidad de que siempre fue algo más allá de esto, al ser parte de algo más trascendente que la propia existencia. Esta idea de trascendencia lleva al cristianismo a buscar lo que podríamos llamar como educación o cultura en cuestiones que van más allá de la palabra escrita. Y, curiosamente, la Ilustración no pudo plasmarlo de forma exacta hasta los pensadores anarquistas y el propio Marx, allá por el siglo XIX.

Esa equivalencia de literatura y cultura, perversión del mensaje y dialéctica cristianas, se ha mantenido hasta el día de hoy, provocando a su paso una gran cantidad de frustraciones y problemas a nivel individual y social, agravados cada vez más por las telecomunicaciones y la instantaneidad de los procesos vitales. Y he aquí donde se fusiona lo que hemos identificado como primer problema con el segundo: la proyección política de la educación. Realmente no creemos tener que explicar demasiado este punto, máxime cuando ya hemos hablado de la autofrustrada resemantización conceptual ilustrada, que tuvo que reconducirse hacia la construcción de ideales políticos que lograsen crear el Cielo en la Tierra.

Estas dos cuestiones afectan de tal forma a la sociedad y al individuo que la educación se ha convertido en una parte compleja y, en muchos casos, destructiva a nivel individual y experiencial. Lo ha hecho hasta tal punto que solamente ahora, más de dos siglos después de la Ilustración, se ha logrado recuperar la idea de que la cultura va más allá de la literatura, algo que el Cristianismo entendía y compartía desde su mensaje trascendente. Dios podía estar perfectamente en pequeños actos de amor y entrega a los demás. Sin embargo, para la Ilustración la cultura solamente residía en los libros. No ha sido sino a lo largo del siglo XX, y después de enormes traumas sociales globales, que se ha llegado a la misma conclusión, aunque, evidentemente, por otros medios y utilizando otras herramientas, como la psicología, a la vez que se mantenían las más antiguas, como la filosofía.

Hoy en día profesores y padres mantienen el mensaje ilustrado como el único válido, obligados a vivir en una realidad utilitarista en la cuál solamente lo tangible es válido, buscándose hasta la trascendencia en ello. De este modo no resulta sorprendente ver cómo un profesor, desde su secularizado púlpito, critica que el método educativo se haya mantenido, grosso modo, desde la Edad Media hasta ahora, repitiendo irónicamente el proceso objeto de dicha crítica. Y todo ello debido a la incapacidad cultural para comprender y aceptar los orígenes comunes de toda al sociedad occidental. Por ello no cesa el proceso de crítica y crisis, que ha acabado viéndose como un factor del progreso hacia lo infinito y trascendente, y que se acaba fundamentando en la negación impostada de la propia identidad que va más allá de la experiencia individual, a pesar de que se nos ha obligado a integrar lo contrario.

Como siempre, muchas gracias a mis lectores.