miércoles, 19 de diciembre de 2012

Santos y Espíritus

Últimamente, y como ha venido ocurriendo en el pasado, la educación resulta un tema de actualidad. El enfoque y la aplicación de la misma ha traido y, parece que sigue trayendo, numerosos quebraderos de cabeza a todos los niveles, desde el político hasta el docente. El caso de España podría resultar paradigmático, en tanto en cuanto parece que se repite este discurso a través de los años. Desde el final del régimen franquista todos los partidos políticos en el poder buscaron crear un modelo educativo definitivo y actualizado, llegando a provocar un verdadero y confuso mare magnum legal tanto en el marco teórico como en el práctico.

A otro nivel, el docente, se busca exactamente lo mismo, promocionándose enormemente la búsqueda por un sistema educativo más lógico y coherente, que sea capaz de seguir a pies juntillas las exigencias de un Estado democrático. Desde la propia Transición, los profesores han intentado y siguen intentando crear verdaderas corrientes que provoquen un cambio en las políticas educativas españolas, que parecen seguir dictados políticos muy alejados de la realidad docente. O eso es lo que siempre se dice.

Ambos, políticos y profesores, hablan desde un púlpito, buscando el entendimiento y la comprensión de aquéllos que tienen la oportunidad u obligación de escucharles. Y ambos incurren precisamente en los mismos errores. Y es que el modelo educativo actual sigue siendo monolítico, unidireccional y dogmático; fácilmente vislumbrable en las abundantes clases teóricas y magistrales que se reciben a todos los niveles. De hecho, se reciben incluso fuera de las aulas y los considerados como "centros del saber". Al fin y al cabo, la educación se reduce a eso: a un individuo institucionalizado que presuntamente posee unos conocimientos y competencias concretas que debe extender en determinados círculos prefijados.

Como ya hemos aludido anteriormente, no hablamos de un problema nuevo, sino que ya ha sido muy comentado, pero a pesar de su evidencia parece de difícil solución. Curiosamente son los individuos profundamente dogmáticos los que intentan exponer siempre las bondades de una educación diferente: completiva, multidisciplinar e interactiva. El problema acaba convirtiéndose en una evolución del mismo: con unos receptores que reciben de manera undireccional un sistema como modelo único, ya que se repite a lo largo de su vida en las diferentes etapas, educativas o no, a transitar; y que verán muy difícil desde un punto de vista empírico la aplicación de las pautas contrarias de las que ellos han sido partícipes a lo largo de su vida.

Y como suele ser costumbre, debemos acudir al libro de libros, a La Biblia y al Cristianismo, que crea un nuevo punto de partida para la cuestión que pretendemos abordar. La empatía perseguida por la religión cristiana, buscando la adecuación y armonización de los diferentes aspectos del ser humano, intentaba conciliar Acto y Palabra, Carne y Verbo. Durante siglos, el Cristianismo mantuvo ese mensaje, roto por diversas corrientes de sobra conocidas en la Historia, desde los cátaros hasta el propio Lutero. Preferimos eludir en este punto toda reflexión sobre la praxis de estas corrientes religiosas y confesionales, ya que nuestro fin es otro. Todos estos grupos buscaron asumir precisamente esa tarea, erigiéndose en los defensores de la misma ante una corrupción percibida de dicho mensaje.

Pero no sería hasta la Ilustración que el esquema se rompería por completo. Ya hemos aludido anteriormente a cuestiones relacionadas con la secularización, por lo que no repetiremos los mismos planteamientos. Ahora bien, la ruptura real se produjo con la Ilustración. En dicho momento la religión quedó relegada como fuente de Verdad y conciliación ante las luces de un nuevo mundo. Pero el método continuó siendo el mismo. Se imitó a la perfección el sistema que se pretendía destruir o modificar hasta tal punto que cuestiones tan básicas e importantes para la "generación ilustrada" como la educación mantuvo los mismos parámetros. La sustitución de un dogma por otro parecía, de repente, algo muy novedoso. Tal imposición de libertad debía seguir unas estructuras sólidas, ¿y cuáles podrían ser más lóngevas que las establecidas por el Cristianismo?

Volviendo a La Biblia, la rebelión celestial, que partía del egoísmo más personal teñido de la mayor de las justicias: la intención de convertirse en Sumo Director; terminó por recrear el drama de la libertad como capacidad inherente al progreso, base fundamental de la Ilustración. En el caso terrenal, los ángeles parecieron obtener la victoria mientras el Señor se encerraba en sí mismo, allá de donde nunca debió salir. Y a través de las novedosas herramientas obtenidas, conocidas y desconocidas al mismo tiempo, los ángeles comenzaron a dictar una vez más la realidad.

Occidente, crisol de culturas, creía reinventar lo inventado. Recrear la creación. Al final, la construcción de Occidente y su cultura más inmediata acaba reeduciéndose a la imposibilidad, por comodidad y simpleza, de adecuar teorética y empiria, Verbo y Carne, sobre la misma superficie y sin ningún tipo de división entre ambas. Este dualismo simplista ha roto con esa conciliación hasta tal punto de que solamente aquéllos con una enorme capacidad de sufrimiento tienen la posibilidad de lograrlo, repitiéndose una vez más lo que ya fue escrito. Y, una vez más, los tildamos de santos y volvemos la cabeza hacia otro lado.

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